por Mari Carmen Cucharero

Alfonso llevaba metido en casa dieciocho días y no sabía cuántos más tendría que estar confinado en aquel piso de sesenta metros en el que vivía con su esposa y su hijo de dos años.

Había pasado de madrugar, coger el coche para meterse en un atasco, pasar nueve horas en la oficina, comer en un táper y tragarse otro atasco antes de volver a casa a ganar una hora de sueño, ahorrarse el atasco, trabajar en el salón de casa, comer con su familia y quitarse otro atasco. Y no porque su empresa hubiera implantado políticas de conciliación familiar, sino porque una pandemia arrasaba el mundo.

¡Cuántas veces había anhelado pasar más tiempo con su familia! Aunque no pensaba que su deseo se fuera a cumplir de golpe. Él se refería a poder sacar una hora al día, por ejemplo. Ahora pasaba más tiempo con su pequeño Ángel, dándose cuenta de lo inteligente que era para tener tan solo dos años. ¿Y cuánto hacía que no se divertía tanto coloreando y haciendo manualidades?

Por otra parte, también disponía de más tiempo para hablar con Carlota. Antes a duras penas sacaban un momento para tratar los temas domésticos mientras que ahora podían hablar de ellos y de su matrimonio.

Era curioso que él, que casi no saludaba a los vecinos del bloque cuando se los cruzaba, hubiera colocado por iniciativa de su esposa un cartel en el ascensor y en el portal por si alguien necesitaba ayuda para ir a la farmacia o al súper. Y ya había hecho dos veces la compra para una vecina de ochenta años que vivía sola. Eso sí, tomando precauciones y no acercándose a menos de dos metros. Parecía que en vez de comida estaba llevando material radiactivo.

Aquella pandemia le había hecho plantearse muchas cosas. Una de ellas era darse cuenta de todo lo que tenía en su vida y no valoraba. Se prometió que cuando todo pasara no volvería a ser el mismo tipo con prisas, que al final de su vida se pregunta a qué venía tanto correr si no ha tenido tiempo para vivir realmente.

Después de dejar dormido a Ángel, entró en el dormitorio y encontró a su mujer sentada en la cama, con los ojos húmedos, un pañuelo en una mano y un collar en la otra. Sus labios no dejaban de moverse como si murmurase algo, pero sin emitir sonido.

Se sentó a su lado y le preguntó qué le pasaba. Habían ingresado en la UCI a la madre de su mejor amiga. Él la conocía, era una señora que hacía unos pastelitos de limón deliciosos.

—Estoy rezando por ella y por todos los enfermos. Y por los que ya se han ido. Y por las familias que están sufriendo. Y por todos los que arriman el hombro para sacarnos de ésta.

Entonces él se dio cuenta de que no era un collar lo que su mujer apretaba en la mano, sino un rosario. No era habitual verla rezar. Ella solía ir a la iglesia, pero estaba cerrada.

—¿Crees que eso sirve para algo?

—Sí y mucho, aunque no se vea.

Sin saber por qué, él sintió el deseo de rezar también, de modo que le pidió que le enseñase cómo se hacía. Cinco minutos más tarde los dos rezaban el misterio doloroso de Jesús cargando con la cruz.

De pronto, Alfonso se avergonzó de su pregunta. Carlota tenía razón. Sí, rezar servía y mucho. Hacía tiempo que él no se había interesado por Dios, pero en aquel momento dos lágrimas asomaron a sus ojos al sentir el Amor inmenso e infinito de aquel Dios hecho hombre que iba camino del Calvario, cargando un pesado madero. ¿Qué necesidad tenía Dios de bajar a la Tierra y dejarse condenar a muerte?

Aquel Dios seguía con la humanidad y estaba el primero al pie del cañón, sosteniendo a los enfermos, moribundos, tristes, cansados… Le resultó increíble que el ingreso de una mujer en la UCI le hubiera hecho recuperar la fe.